ALBERT NOBBS RESISTIENDO A LOS SEXOS Y A LOS GÉNEROS


Pensé que los pesares habían desaparecido junto con las enaguas.
GEORGE MOORE, La vida singular de Albert Nobbs, Ed. Funambulista, 2011.
La construcción del propio ser, de la existencia de cada un@ de nosotr@s en un momento y un lugar dados, y que en un grado u otro permanecerá durante el futuro, no deja de ser nunca un camino comparativo con respecto de unos cánones culturales (con lo que de presencia del pasado implica). La discusión iniciática y reduccionista sobre el sometimiento de esa construcción a un sustrato exclusivamente natural o cultural debería quedar ya superada con la noción de que uno y otro nos condicionan por medio de una maraña interminable de interacciones sociales en las que el sujeto tiene también algo que decir: no sólo es maniquí sobre el que se cuelgan formas de entender y otros aditivos, sino también berbiquí que taladra, articula y re-crea lo que a su paso va descubriendo. Aceptar esto como válido conlleva admitir un cierto juego simultáneo de pasado, presente y futuro, así como la necesidad de respetar la agencia del individuo.
Ya nos lo transmitió el etnólogo Marcel Mauss sintetizando que el cuerpo es el primer y único instrumento que tiene el ser humano para ver y ser visto en su entorno; para relacionar y relacionarse, para actuar y actuarse; para ser. A partir de aquí, realidad biológica incuestionable, el momento creativo comienza su andadura.
Así, en tanto somos un ser social, la confrontación con el grupo es innegable y, a efectos de aprendizaje, necesaria. El producto, si así se le puede llamar, nunca concluso, es un todo en el que el individuo se difumina. La llamada individualización de Beck y Beck-Gernsheim no es más que una forma de interacción entre individuos: relaciones líquidas de Bauman conformadas por una (post-, neo-, ultra-) modernidad modelada que si bien parecen contribuir a facilitar las elecciones de los actores haciendo que se sientan principales, en el fondo los vuelven más bien secundarios, figurantes. Porque esas mismas interacciones que unen también separan. Eso a lo que se llama cultura tiende a unir por medio de la uniformidad de un pretendido y manipulado consenso y está recorrido por vectores de fuerza que sólo nos permiten percibir, relacionarnos y actuar de una manera, digamos, “hollywoodiense”. Estas son algunas de las dicotomías culturales que se manejan habitualmente en el pretendido mundo “occidental” (de profunda tradición judeo-cristiana): bien-mal, cara o cruz, público-privado, mujer u hombre. El problema surge cuando la esfera social se postula hegemónica e impone su negación de la individualidad, de la diversidad, asumiendo como evidencia natural hechos que no son más que constructos culturales:
Nadie comentó nunca haber visto a Albert saliendo con una mujer (…). Era como un duende extraño, con el que no les hubiera gustado que las viesen, pero al mismo tiempo les parecía divertido que nunca le hubiera propuesto salir a ninguna de ellas. (…) Su vida era extraña y misteriosa, aunque siempre estuviera a la vista de ellos salvo las horas en que dormía (…) Desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba por la noche lo veían subiendo y bajando las escaleras con la servilleta sobre el brazo y recibiendo órdenes con una sonrisa, como si una orden fuera igual que una propina de media corona; siempre estaba de buen humor y compensaba su falta de interés en la gente con su voluntad de agradar.
Así era el/la protagonista secundari@ de La vida singular de Albert Nobbs (1918). Así es. Receptiv@, obediente, transgresor… ¿transgresor? Su creador, George Moore, saca a relucir una profunda realidad: «Había estado tanto tiempo haciéndose pasar por un hombre que sólo recordaba muy de vez en cuando que era una mujer. (…) –No se chivará e impedirá que una pobre mujer se gane la vida». Una mujer, de sexo y género mujer, sola, todavía joven, en el Reino Unido de principios del siglo XIX, industrializado y aburguesado hasta los dientes, sucio, polvoriento, repugnante y hostil. Se sentía como si estuviera en medio de un gigante tablero de ajedrez en el que él/ella fuera el único peón, los demás fueran torres y todas las fichas estuvieran bajo la amenaza del rey ¿Cómo iba a sentirse si no en una de las grandes cunas del patriarcado?
Nací siendo una hija ilegítima y nadie (…) sabía quién era yo. (…) Su secreto le había obligado a vivir al margen de ambos sexos, la ropa que llevaba reprimía a la mujer que había dentro, y ya no pensaba ni sentía como lo hacía cuando era mujer, pero tampoco pensaba ni sentía como un hombre. Era una mera presencia, nada más, por eso no era raro que se sintiese sol@.
En un mundo heteronormativo, la ambigüedad y la libertad identitaria se perciben como grandes enemigos. Las presiones para manipular la adscripción a una identidad grupal concreta, aunque de algún modo reconfortan, en el fondo paralizan y llenan de incertidumbre a l@s individu@s, deseosos de complicidad constructiva. En especial cuando se habla del género, que, tradicionalmente asociado al sexo (una de las primeras evidencias naturales que la educación y el aprendizaje social, arraigados ambos en un cientificismo pretendidamente incuestionable, intentan ordenar), no deja de ser otra construcción más, otra forma de ser de cara a uno mismo@ y a l@s demás.

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