Google rinde homenaje a Stanisław Lem. Os proponemos este artículo de Rosa Montero sobre el gran escritor polaco
El castillo alto de Stanislaw Lem es un libro raro, raro,
raro. Parte de su rareza puede venir de una traducción que en ocasiones
resulta algo estrambótica; como cuando dice que, debajo de la ventana,
"había un refundido con un aparador" (¿qué demonios es un refundido?), o
que tenía un huevo de juguete que se abría para mostrar "un grupo de
figuras empaquetadas" (¿empaquetadas?), o que un pesado arcón de hierro
"estaba colocado siempre contra la puerta". ¿No sería junto a ella?
Porque, de otro modo, todos los que entraran o salieran por esa puerta
se machacarían las espinillas con el maldito trasto. Por otra parte,
estas peculiaridades del lenguaje del libro, que a veces suena como si
el narrador estuviera hablando con piedras en la boca, son también
extrañas en sí mismas, porque la obra está editada por Funambulista, una
pequeña, exquisita y muy interesante editorial que siempre suele cuidar
todos los detalles. Tal vez la rareza intrínseca de Stanislaw Lem
contagió el texto por una suerte de simpatía espectral: ya se sabe que
este autor polaco, nacido en 1921 y muerto en 2006, era un experto en
mundos distintos e inquietantes. Por eso cultivaba la ciencia-ficción,
un género perfecto para describir realidades chirriantes. Como aquella
poderosa imagen de Solaris, la novela más conocida de Lem: una casa bajo cuyo techo llueve copiosamente, mientras que en el exterior el tiempo está seco.
El castillo alto es un libro de memorias. O algo así. Más bien
es un texto especialísimo sobre la memoria, en concreto sobre la de la
infancia y la adolescencia. La originalidad de la obra se advierte desde
el prólogo, en el que Lem nos dice que ha fracasado totalmente en su
propósito. Él pretendía dejar fluir los recuerdos libremente, quería que
emergieran los jirones del pasado por sí solos y la memoria fuera
construyendo su propio retrato. Pero, como es natural, enseguida vio que
eso era imposible; el individuo altera y ordena inevitablemente esos
recuerdos, los convierte en narración, en un invento. La memoria siempre
es mentirosa: "Desearía dejar hablar al niño, retroceder sin
interferir, pero en vez de eso lo exploto, le robo, le vacío los
bolsillos (...) Comenté, interpreté, hablé demasiado (...) y cavé una
tumba para ese chico y lo enterré. Una tumba meticulosa, precisa, como
si hubiera escrito sobre alguien inventado, alguien que nunca vivió,
alguien cuya voluntad y designios podrían labrarse según las reglas de
la estética. No jugué limpio. A un niño no se le trata así", concluye.
Aun así, pese a estas palabras de derrota, lo cierto es que el texto ofrece un retrato de la infancia poco habitual por lo auténtico, lo inconexo e informe; por lo carente de esa épica que todas las autobiografías parecen transmitir, de ese romanticismo de niñez feliz o, por el contrario, muy infeliz, pero que, en cualquier caso, se muestra como la base germinal del adulto venidero. Nada de eso hay en este libro. Lo que hay es, de cuando en cuando, alguna imagen poderosa que hace sonar en el interior de tu cabeza el timbre de un profundo reconocimiento. "¿Recuerdas el inventario de cosas misteriosas que los liliputienses encontraron en los bolsillos de Gulliver? (...) El modo en que llegué a conocer a mi padre fue trepando sobre él cuando se recostaba en su butaca", dice Lem; y a continuación pasa a describir, bajo la mirada de un niño de tres años, los mágicos objetos que sacaba de los bolsillos paternos. Yo no guardo de manera consciente un recuerdo parecido, pero al leerlo he comprendido que tuvo que ser así. Es a esa veracidad a la que me refiero. LEER MÁS
Aun así, pese a estas palabras de derrota, lo cierto es que el texto ofrece un retrato de la infancia poco habitual por lo auténtico, lo inconexo e informe; por lo carente de esa épica que todas las autobiografías parecen transmitir, de ese romanticismo de niñez feliz o, por el contrario, muy infeliz, pero que, en cualquier caso, se muestra como la base germinal del adulto venidero. Nada de eso hay en este libro. Lo que hay es, de cuando en cuando, alguna imagen poderosa que hace sonar en el interior de tu cabeza el timbre de un profundo reconocimiento. "¿Recuerdas el inventario de cosas misteriosas que los liliputienses encontraron en los bolsillos de Gulliver? (...) El modo en que llegué a conocer a mi padre fue trepando sobre él cuando se recostaba en su butaca", dice Lem; y a continuación pasa a describir, bajo la mirada de un niño de tres años, los mágicos objetos que sacaba de los bolsillos paternos. Yo no guardo de manera consciente un recuerdo parecido, pero al leerlo he comprendido que tuvo que ser así. Es a esa veracidad a la que me refiero. LEER MÁS
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