La trágica historia de Marga Gil Roësset en MIlenio.com


Aquella noche de principios de 1932, al salir de un recital de ópera, Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia Camprubí se encontraron con su amiga Olga Bauer–Pilecka, una austriaca afincada en Madrid, quien iba acompañada por una joven de ojos tristes, cejas pobladas y labios finos. “Ella es Marga y es escultora”, dijo la mujer en forma escueta al presentársela a la pareja. Margarita Gil Roësset también dibujaba. Desde que tenía ocho años ilustraba con pericia los cuentos que escribía su hermana Consuelo. Aunque pudo hacerlo (era hija de una familia rica con contactos regados por Europa), Marga nunca fue alumna de alguna escuela de Bellas Artes. Se inscribió a un par de talleres pero no tardó en desistir. Con su formación autodidacta, sin embargo, fue capaz de realizar obras que llegaron a exponerse en España y Francia.
La veinteañera artista era una ferviente admiradora del autor de Platero y yo. “Sus poemas son deslumbrantes, don Juan Ramón”, le dijo esa noche en la puerta del teatro. El escritor agradeció el piropo y le expresó su deseo de ver “algo” de su trabajo. “¿Y si hago un busto de su encantadora esposa?”, soltó la escultora. El matrimonio que abandonaría España en 1936, por el inicio de la Guerra Civil, se sorprendió con la propuesta pero aceptó de inmediato. Así que Marga Gil preparó el material y los utensilios que necesitaba y a los pocos días comenzó a ir una y otra vez al número 38 de la calle Padilla, donde vivía el hombre que obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1956. Pero su entusiasmo no residía en hacer la figura de la señora Zenobia.
Margarita Gil Roësset estaba perdidamente enamorada de Juan Ramón Jiménez. Se trataba, no obstante, de una pasión secreta. Porque él era un hombre casado. Porque ella era muy religiosa y jamás intentaría separar a una pareja. Porque ella tenía 24 años y él 51. Imposible escandalizar con todo esto a los altos círculos sociales donde ambos se desenvolvían. Por eso se conformaba con ver de cerca al amor de su vida. Todos los días, al llegar a casa, agarraba un lápiz para desahogarse y escribía en su diario: “Y es que…/ Ya no puedo vivir sin ti/…no… ya no puedo vivir sin ti…/ …tú, como sí puedes vivir sin mí/ …debes vivir sin mí”. Apuntaba con desesperación y con letra angulosa: “Y no me ves… ni sabes que voy yo… pero yo voy… mi mano… en mi otra mano… y tan contenta…/ …porque voy a tu lado”. Exclamaba de forma compulsiva: “Mi amor es infinito... La muerte es... infinita... el mar es infinito... la soledad infinita”.
Para el verano de 1932, Marga Gil había garabateado unas 70 páginas pensando en su amor imposible. La noche del miércoles 27 de julio, escribió: “Noche última... querría estar tanto a tu lado... y estoy sola... no... ¡estoy contigo sola! Yo así en la vida... estoy..., tan inmensamente lejos de ti... ¡ay! aunque esté cerca... Pero en la muerte, ya nada me/ separa de ti... solo la muerte... solo la muerte, sola... y, es ya... vida ¡tanto más cerca así...! ¡muerte... cómo te quiero!”. A primera hora del día siguiente, jueves 28 de julio, llegó a casa del poeta con la excusa de recoger las herramientas que había utilizado en la elaboración del busto de Zenobia Camprubí. Enseguida entró al despacho de Juan Ramón Jiménez, quien ya se encontraba trabajando ante su escritorio, y le dio una carpeta amarilla que contenía su diario, dibujos, fotos y un relicario. “No la leas ahora”, le dijo. El escritor le hizo caso y continuó con lo que estaba haciendo. Marga se fue al Parque del Retiro y luego se subió a un taxi. Llegó a su taller y con furia destruyó varios de sus dibujos y esculturas. Corrió hacia la casa de uno de sus tíos, buscó la pistola de su abuelo y, a media tarde, se disparó en la sien.

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