"La máscara robada" en la revista cultural Agitadoras
Admirar profundamente, admirar con fervor, admirar sin límites, es
siempre un ejercicio arriesgado, porque supone entregar nuestro espíritu
a una idolatría que puede a la larga resultarnos perniciosa. Es lo que
descubrirá el anciano Reuben Wray, viejo actor fracasado que sobrevive
dando clases de oratoria y de dicción a las personas que quieran
invertir unos chelines en la mejora de su habla. Las dos únicas
posesiones que en su vejez menesterosa lo hacen feliz son su nieta Annie
y una pobre máscara con el rostro de Shakespeare, que él mismo obtuvo
sobre la efigie del genial dramaturgo que encontró en la iglesia de
Stratford-upon-Avon. Desde entonces, la conserva con unción religiosa en
una caja bajo llave. Ahora, cuando el anciano y su nieta, junto al fiel
ayudante Martin Blunt, se han instalado en Tidbury, sus vidas se verán
complicadas por la codicia ajena: unos malhechores (el tabernero
Benjamin Grimes y el rufián Chummy Dick) intentarán apoderarse de esa
caja, creyendo que contiene una importante cantidad de dinero o joyas.
La noche en que por fin se animan a entrar en la casa y perpetrar su
robo tendrá lugar una espantosa desgracia que salpicará a todos los
protagonistas... Esta deliciosa propuesta de Wilkie Collins, que publica
el sello Funambulista en la traducción de Ruth María Rodríguez López y
Gian Luca Luisi, se construye con una intencionada vocación oral por
parte del narrador inglés, quien afirma en la Introducción que
se dispone a narrar esta historia “como si estuviera contándosela a
unos amigos ante la chimenea de mi casa” (p.10). Esa voluntad se
salpimenta con constantes marcas invocativas a los lectores, al estilo
juglaresco (“véanlo”, “adviertan”, etc). Y permiten al vigoroso narrador
londinense construir secuencias en las que creemos estar junto a él,
asistiendo a pocos metros de las acciones. Júzguese con este espléndido
ejemplo del capítulo III: “¡Escuchen! Se oye el crujido de unas botas.
Al principio es un ruido muy lejano, que desciende, al parecer, desde
algún altillo de la parte alta de la casa. El sonido, que pesadamente se
aproxima cada vez más, solo se para ante la puerta del salón y anuncia
la entrada de... ¿Way, por supuesto? ¡No! No tenemos tanta suerte.
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