Veinte años sin Mario Lacruz (13/7/1929 - 13/5/2000)

Postfacio de Isabel Lacruz Bassols a la traducción (1955, Ediciones Pulga de G.P.) de Mario Lacruz  de El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, reeditada por Funambulista en 2006



A Marietta Gargatagli,
instigadora de escrituras


«Un poeta está vinculado a los muertos»

Adam Zagajewski

 

«Sólo el valiente conoce la ternura»

Gandhi



 

 

Oteando un cajón de madera en el suelo de una plaza, vi que contenía «Pequeños Grandes Libros de la Enciclopedia Pulga, Ediciones G. P., Barcelona». Época de la colección: segunda década de la posguerra, aun cuando no estén fechados.

Una plaza de barrio en esta Barcelona que ya no es la tuya, ni tan siquiera la mía; el día atroz en que moriste me di cuenta de que nos llevábamos veintiocho años de edad, y veintiocho años no es nada para una ciudad. Aquel día, también, se desvaneció fantasmagóricamente todo el miedo reverencial que te tenía. Empezamos a ser contemporáneos. Y grandes amigos.

No sé si tuviste grandes amigos, pero si los tuviste, creo que fue en tu tardo-adolescencia (no existía entonces el concepto, ni tan sólo a efectos prácticos, de adolescencia) y en tu juventud (ésa sí fue una juventud, y fuiste en verdad un escritor joven, con tus novelas escritas —y premiadas, ¡a qué omitirlo!— a los veintitrés, veintiséis años): Josep Maria y Luis Carandell y su madre, la Sra. Robusté, José Agustín Goytisolo, alias el Goyti, Jaime Costafreda, Julián Torres, entre los muertos, Asunción Carandell, viuda de Goytisolo, Rafael Borràs e Isabel Blancafort, Enrique Badosa, Mariano Castells, Pocho Sennacheribbo, entre los vivos.

No sé si con Germán Plaza os unió mucha amistad, como compañeros de estudio que fuisteis en el Colegio de los Hermanos de la Doctrina de La Salle, en La Bonanova, pero sí la suficiente para que tradujeras para el sello de su padre (el que sería en adelante «el viejo» Germán Plaza, el amo para quien trabajaste tantos años levantando ese edificio imponente que fue la editorial Plaza y Janés), libros G. P., esta fábula sobre «el amor, que es más fuerte que la muerte, y que la vida», según le hace comprender el poco «grave y presuntuoso» fantasma de Canterville a la dulce Virginia E. Otis, contradiciendo así una de las acepciones que la Real Academia da en su Diccionario de la Lengua Española (edición 1992, la que tú compraste, padre, y que tienes en tu habitación en este pueblo, a treinta kilómetros de Barcelona) a la voz «fantasma».

Tu conocimiento casi espontáneo de las lenguas francesa (tu infancia en Andorra) e inglesa (ésta, a fuerza de estudio, lecturas y de aquel profesor neozelandés con el que resulta ahora que escribíais maravillas a cuatro manos; tu hijo Max lo cuenta muy bien en uno de sus prólogos a tus inéditos, que hemos ido encontrando de manera un tanto quimérica en el armario de las herramientas), a la vez que tu innato don literario propiciaron sin duda la petición traductora de G. P.

Y la necesidad hizo el resto.

A diferencia de alguno, si no de muchos, de tus compañeros de bachillerato y de los cursos de Filosofía y Letras y Derecho —parece que iba entonces como todo junto— que cursaste en la Universidad de Barcelona, y con los que también mantuviste cordial relación personal y literaria (Jaime Gil de Biedma, nacido tu mismo año, 1929 —el de la Exposición Universal, en Barcelona, y del derrumbe de la Bolsa y de la economía en los Estados Unidos y parte de Europa, esa Vieja Europa que tú idolatrabas y con la que intentaste vivir—, y por tanto habituales en la Facultad de Derecho, Carlos Barral, J. M. Castellet, Antonio de Senillosa, entre otros—), tú no eras de familia adinerada ni burguesa, aunque sí aristócrata —sin blanca— por parte de madre: la abuela Mercedes tocaba, sí, el violín en el «Trío Muntadas», formado por tres de las hermanas del mismo apellido, hasta que la tuberculosis se llevó a una de ellas, que no llegarías a conocer, y la formación se disolvió porque, al parecer, no se pudo dar con una pianista dispuesta a ensayar a diario diez o doce horas con las hermanas.

Conviene, sin embargo, recordar que l’Àvia Mercedes, tu madre, trabajó toda su vida, primero como mecanógrafa —no fueron alegres sus Años Veinte—, luego como cocinera y factótum de la pensión de la calle Muntaner, en la que vivías, y antes, durante la guerra, en el hotel Termas —cerca de Casa Lacruz, planos de Puig Cadafalch— que regentaron tus padres en Les Escaldes d’Engordany, Andorra. Muy mayor ya, y antes de quedar postrada en un sillón, se dedicaba, con todo, de tarde en tarde a «un poquito de estraperlo», como confesaba —lencería femenina y chocolate, básicamente—, desde Andorra (creo que era sobre todo para regresar a sus añoradas montañas y traerse de paso un ungüento mágico a base de hojas de roble y árnica que preparaba la Cisca «del Cabo»), y cuando ya no pudo sostener el violín debido a una artrosis galopante, se puso, con más de setenta años, a aprender a tocar la guitarra, aprovechando el tirón de tu hijo Manel, quien, al poco, se pasó del clásico al flamenco; ella no. Queda no obstante claro que permaneció en activo toda su vida.

Y te juntaste con mamá, muy joven, allá por 1955. Y tuvisteis muchos hijos.

Atando cabos —a ver si amarro este epílogo—, creo que la traducción sobre la que, como alma que lleva el diablo, caíste rendido de cansancio la noche anterior a vuestro viaje de bodas, a París y a Londres, y que te permitió seguramente sufragarlo, es la de este delicioso cuento de magia, misterio y ternura que te dictó Oscar Wilde, mientras tú ibas poniéndolo en román paladino, justo a tiempo para tomar el ferry que habría de llevaros a Dover.

¿Por qué escribiría Oscar Wilde —me preguntaba yo hace unas semanas, al agacharme en la plaza de Frederic Soler «Pitarra», para tener entre mis manos y hojear el librito «Pulga», de portada un poco a lo Murnau—, una historia de fantasmas? Sólo recuerdo haber leído a Wilde en sus sentencias y aforismos, puñales de verdad y humor —lo segundo, quintaesencia o trasunto de lo primero, ¿no?— y en las cartas desde la profundidad de su celda, confeso y convicto de pederastia, y, lo más triste para él, privado de la guardia y custodia y del mínimo derecho de visitas —diríamos hoy— de sus dos hijos varones, quienes, creo recordar, cambiaron incluso de apellido, y a los que no volvió a ver en vida. De Profundis —que editarías en Seix Barral a principios de los ochenta, uno de entre los cinco mil libros que publicaste a lo largo de tu vida editorial, que se solapa, hélas!, tanto con la otra, la civil, de los veinte a los setenta años, a saber, un promedio de cien títulos al año durante cincuenta años, y ¡menudos títulos y autores!— me llegó al hondón del alma, y no sólo la literaria.

Cómo pudo Wilde dar en escribir un libro de ciencia ficción —género que detesto—, andaba yo preguntándome, cuando, bajo el título, vi escrito «Versión de Mario Lacruz - Portada de Coll». Huelga precisar la emoción que sentí.

Compré el libro y lo leí de una sentada (qué menos, son noventa y seis páginas-pulga), y se me hizo lento, eterno: oí enseguida la voz de papá —no quiero decir «mi padre» porque fuiste el padre de muchos, como vio tu hijo Toni—; asoma desde la primera frase, en los diálogos, en los párrafos de vuelo más poético.

Como dijo tu hijo Claudio, en aquel atroz mayo de 2000: «Papá se ha ido a hablar con Dios» (nótese que somos tribu agnóstica, rayana en lo ateo, también por parte de madre así como de algunas amigas, mi querida porteña Liliana Demirdjan, «pienso en ti, ahora que tu papito se fue al carajo» —fue su pésame—), de manera que cuando aparecen, por una u otra vía, y descubro las cosas que escribiste, papá, y guardaste en silencio, me llega tu voz pausada y bellísima (quienes te conocieron, la recordarán), y ocurre que, desde tu partida al carajo, pienso que quizá estés «entre galaxias, serrijones y colinas» —como te escribí, a principio de este siglo que no alcanzaste a ver, en el campus de Soria, impregnada del paisaje de Machado hasta el tuétano—, hablando o, mejor dicho, escuchando, don previo y necesario, que tú tenías: y, además, dispongo ahora de un patrón, de un padre —el Verbo— para saber (y oír) si lo que leo es bueno: lo pongo en tu boca, y si tú no lo hubieras dicho o escrito, probablemente sea incorrecto o zafio, o ambas cosas a la vez.

No es el caso de esta narración breve.

En tu armario sagrado —por intocable— de los alicates y las cajitas de clavos y tornillos, apareció hace poco un sobre con cartas, y especialmente una larga, con amenaza de muerte, por los satánicos versos de Rushdie que publicaste en Seix, con tu comentario, a lápiz, «chalaos». Como solías decir, yo tampoco me pondría en manos de un dentista que escribiera el informe médico con faltas sintácticas u ortográficas.

Este cuento, lo escribió, si no un dentista de fiar, por lo menos sí el hijo de un notable oftalmólogo y paradojista —tal y como recoge en su artículo «El fantasma de Merrion Square», Jordi Soler, joven agregado cultural de la embajada de México en Irlanda [revista Lateral, n.º 110, febrero de 2004]— que curaba, suturaba y a veces extirpaba los ojos de sus pacientes con un variopinto (no diremos «sofisticado», tú no lo habrías empleado nunca en este sentido) instrumental para la época: sir William Fingall O’Flahertie Wills Wilde.

Tal vez en este dato hallen los estudiosos de la materia para explicar la afición del hijo Oscar a la fantasmagoría.

Pero volvamos a la voz, que es más lo mío. Necesito una frase de Borges, que busco removiendo agendas, y que dice:

 

Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas, y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro, y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que la plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

Quedaron emborronados varios meses de la agenda.

Mejor. Así puedo ahora decir que algo parecido me ha sucedido: he escandido esta prosa de Oscar Wilde con tu voz, y puesto que alguna cosa queda de mi oficio de intérprete de conferencias, he percibido incluso, por debajo, simultáneamente, la bella lengua inglesa de este otro bardo rompedor del xix, nacido en Dublín y educado en Oxford, relatando y dialogando con sutileza y elegancia, sentido del humor y dominio de la paradoja y de la sátira (el contraste entre la cultura utilitarista norteamericana y la aristocracia británica) esta parodia de novela gótica, género muy popular en la Inglaterra decimonónica, pero con un final de compasión y ternura que da a entender hasta qué punto se identifica Wilde con el fantasma, personaje de corte perdedor e incomprendido por todos, menos por la virginal Virginia.

El relato te venía, pues, a pelo.

Sabemos —ya te definió así, en cierta ocasión, Juan Fernández Figueroa, director de la revista Índice de Madrid— que eras «un sajón de pelo negro». Pronto, sin embargo, fue encaneciendo —es cosa de familia, tu madre lucía, de joven, un hermoso cabello blanco que, con los años, se coloreaba de azul-violáceo; tus cinco hijos hemos sido, al menos en esto, igualmente precoces.

Tu anglo-y-americano-filias, poética (T. S. Eliot), novelística (Faulkner, Graham Greene), atlética (Sebastian Coe, en la prueba más dura, decías, la de los 800 m.) y musical (Bing Crosby, aunque lo citabas sólo para añadir con sorna «who is not Beethoven... ¡no te fastidia!», la Jackson, la Vaughan, la Fitzgerald e incluso «la cabra», como lo bautizaste, o sea, Bob Dylan, y, por supuesto, The Beatles) arranca de manera bastante sorprendente (aunque conociéndote, sorprende poco), de niño, como relata Luis Carandell en sus memorias El día más feliz de mi vida, sacando a la luz unas anécdotas tuyas deliciosas y elocuentes, y se corrobora con el paso del tiempo: en mayo de 1948 —¡con diecinueve años!— presentas ante la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Barcelona una monografía que «es un libro», como afirma el profesor Antonio Anglada, adjunto de cátedra, en su prólogo, pues «aparece toda una época de la vida pública inglesa, con sus méritos, sus costumbres y, ¿por qué no?, sus defectos...», y que lleva por título Lord John Russell, el hombre y el político. La Reforma de 1832 (original, en el armario, sepultado por botes de barniz y de cola rápida a medio abrir). Al final de la nota preliminar escribes: «Para documentación de este estudio se ha acudido a sus fuentes originales, especialmente a las obras adquiridas por el señor Toda, que fue cónsul de Londres, procedentes de su biblioteca particular de Escornalbou (Poblet), cedida en parte a la Biblioteca Central de Barcelona, a su muerte. Estos volúmenes han sido consultados por primera vez por los responsables de esta monografía. Hacemos patente nuestro agradecimiento por las facilidades recibidas de la Biblioteca del Instituto Británico de Barcelona para la lectura de otras obras de consulta». Recordemos a vuela pluma que en 1948 España aún no había sido —apadrinada por los USA— aceptada en las Naciones Unidas, ni se había firmado el Concordato con la Santa Sede, ni nada de nada: faltaban años para que adviniera la «dictablanda».

Hace unos meses me enviaba el escritor, editor y amigo Rafael Borràs copia de tus colaboraciones en la revista «aperturista» La Jirafa, de la que fue director, y quiero aquí traer palabras del propio Borràs en una larga entrevista que te hizo para la misma publicación, en febrero de 1958:

Mario no es un escritor que cultive el artículo. Los que ha escrito deben poder contarse con los dedos de una mano. Recientemente publicó uno en La Jirafa [«Anthony Eden, gobernante ejemplar», año II, número 4, marzo de 1957, referencia mía] a raíz de la campaña tan absurda como malintencionada que desató la dimisión del «premier».

Británico, por supuesto. Es una filigrana de análisis político y humano.

Me contó también Borràs, que, a finales de los años 40, fuiste al consulado británico, entonces situado en la Diagonal de Barcelona, a ver la película La señora Miniver, varias veces seguidas, como acto de rebeldía y de resistencia antifranquista, pues el régimen franquista había sido en el momento de los hechos de la película claramente favorable al Eje. La película de William Wyler, ganadora de seis Oscar en 1942, narra las vivencias de una familia amenazada por la aviación nazi en un pequeño pueblo británico, aunque los habitantes del pueblo se muestran más preocupados por el concurso de flores anual que por los bombardeos alemanes. Sólo por este detalle no podía dejar de agradarte el film.

Pero no sólo por esas dos razones te gustó esta película, claro, pues sabido es que eras un gran aficionado al cine (negro americano) y que escribiste varios guiones de películas, como el de la adaptación de tu novela El inocente, o el de Gaudí, paralelo a la novela de mismo título que escribiste en inglés, y que descubrimos cuando ya pudimos hurgar en el armario, publicada por Ediciones B en marzo de 2004 y en traducción catalana, en el 2005, al cuidado de la editorial Funambulista, que dirige literariamente tu hijo Max.

Recuerdo que un par de años antes de morirte, pasaron por TV3, doblada al catalán, la película, que dirigió en castellano (obviously), a principios de los sesenta, José María Argemí, y que tú, muy en la línea del tarannà o talante —traduciríamos hoy— de Gaudí, te calaste las gafas en la punta de la nariz (estabas leyendo periódicos y viendo la película al mismo tiempo) y comentaste: «¡Atiza! —como sueltan, en El Fantasma de Canterville, los maleducados gemelos Otis, cuya familia se ha mudado del republicano Deep South al aristócrata castillo de los Canterville, cerca de Ascot, UK—, ¡“mi” Gaudí en catalán!». Pero como eras hombre reflexivo, y «un caballero escrupuloso y honrado» —como lord Canterville himself— a diferencia del fantasma, no estuviste «meditando hasta el amanecer» antes de tomar —éste— la resolución de vengarse del maltrato que le deparan buena parte de los nuevos propietarios yanquis, sino que, tras una breve pausa, añadiste: «Me parece bien; las cosas vuelven así a su origen; Gaudí hablando en catalán...».

Al igual que te interesó mucho el teatro, el de verdad, (las Comedias del mar, de Eugene O’Neill, El cuarto de estar, de Graham Greene, Ionesco...), que llevaste al escenario del Teatro Club de Barcelona, con actores principiantes como Adolfo Marsillach y Lali Soldevila. Imagino por tanto lo bien que lo pasarías descubriendo y vertiendo en tu traducción la denominación de los personajes (y su atrezzo) que encarna el fantasma de Canterville con el fin de atemorizar a los nuevos huéspedes (un ejercicio de «Yanquis Go Home», avant la lettre): «Ruperto el Temerario o el Conde sin Cabeza», «Jonás el Desenterrado o el Ladrón de Cadáveres de la Granja de Chertsey» o aun la famosa caracterización de «El Fraile Vampiro o el Benedictino Desangrado», «visión tan horrorosa que la vieja lady Startup (sic) —nótese la gracia de los apellidos—, al presenciarla la Nochevieja de 1764, comenzó a soltar agudos chillidos que degeneraron luego en un ataque de apoplejía que la llevó a la tumba en tres días; antes de morir desheredó a los Canterville y legó toda su fortuna a su farmacéutico londinense».

Y sólo estuviste una vez en Inglaterra, en el viaje de novios con mamá, un gélido mes de diciembre. Bel quedó atrapada en unos mingitorios públicos subterráneos —en Europa ya funcionaban con monedas— y desconocía la palabra vernácula de rigor en estos casos: su esperable «¡socorro!» no le fue de mucha ayuda; corría el año 1955. Aunque más hilaridad te provocaba la anécdota de unos compañeros tuyos de profesión —tal vez de esos que sí «saben» lo que es el marketing; tú se lo habrás preguntado a san Pedro, nada más llegar, al concederte él tres deseos, y limitarte tú a uno sólo (eras un hombre muy parco en todo): inquirir qué demonios era tal cosa, como se recoge en la conferencia que sobre el oficio de editor diste, allá por 1999, en el castillo, no, en el palacio de la Magdalena, en Santander—, los cuales editores presumían de saber inglés y regresaron a la madre patria indignados porque no les habían servido en Londres «two teas» ni nada parecido (veo ahora tus labios articulando entre risas: «tutis, tutis... ¡qué tíos!»... «teaaaaa for twooooooo»). Así pues, aquella vez te tocó hacer un poco el fantasma para rescatar a mamá de los retretes cercanos a Trafalgar Square.

Quizá ya te entrenabas, como hiciste en tus años universitarios con la pértiga. Pero no a fantasma hispano, «informal, fanfarrón, impresentable», como recoge así mismo el mencionado Diccionario de la Academia. Eras, como el de Canterville, más bien lo contrario, un gentleman farmer, a pesar de que en tu caso el castillo, heredad o finca fuera más bien modesto —aunque hoy sea el jardín más verde y frondoso del pueblo, en «este país de todos los demonios» (gracias, Gil de Biedma) corta-árboles— y cuando terminaron las reformas de la «torre», allá por el año 75, vaticiné que acabaríamos saliendo a todo color y a toda plana en una revista que hablara sobre el chabolismo: te reíste.

Tu sentido del humor (y el de Wilde, que también ha arrimado el hombro en esta empresa): fino, británico, conceptual: como cuando murmurabas «Facturas Màrius Lacroix» (remedando un anuncio de relojes de lujo, marca Maurice Lacroix) ante madre azorada por tanto gasto de tanto adolescente díscolo (entonces, ya en los 70 y 80, sí cobró carta de naturaleza —económica— la condición de adolescente), o bien cuando referías el caso muy comentado de un alto mandatario del tardo-régimen al que daba por llegar al despacho a primera hora, para horror, terror y pavor de los funcionarios de a pie, y que se granjeó el apelativo de «El abominable hombre de las nueve». Tú aparecías en la tuya hacia las once, para poder hablar con alguien, pues antes de esa hora no era factible —decías— porque todos andaban incansablemente mojando cruasanes en el café con leche y —no entendías el porqué— metiéndolos en los cajones. Pienso que se te escapaban matices de la idiosincrasia hispana.

Quiero referirme aquí a la actitud rebelde y marginal que compartíais Wilde y tú: la del irlandés está documentada, poco puedo añadir. Me limitaré a una cita: «El mapa del mundo estaría incompleto si en él no incluyéramos el país de la Utopía».

Me aparecéis ambos como prototipo del hombre moderno, repleto de contradicciones, y portador de una sustancial capacidad para soñar.

Para imaginar observando u observar imaginando, cuando se es escritor. («Pone corazones nuevos, dise… Gente pa tó, musho gusto», como le soltó al doctor Christian Barnard, el del primer trasplante de corazón —a quien publicaste y con el que mantuviste cierta amistad; mamá aún recuerda un paseo por Barcelona, tú delante, junto a un taxista que iba leyendo, ella y la pareja Barnard, besuqueándose, atrás— al ser presentado con mención profesional a un famoso torero, el Cordobés, de quien editarías también un biografía a cargo de otro amigo, Dominique Lapierre: O llevarás luto por mí.)

Permítame el editor de este librito convocar en este punto otra observación de Mario Lacruz, del año 1968, en que el comandante Armstrong pisó la luna: mis progenitores pasaron la noche pegados al televisor, y a la mañana siguiente —yo me acosté adrede porque en aquella época, según dije, pour épater les parents, había en el mundo asuntos más importantes por resolver antes que mandar un cohete a la luna— papá me hizo observar que lo extraordinario no era tanto la llegada del hombre al satélite, cosa que ya habían ideado Verne y algún otro, sino que todo el mundo lo viera, al mismo tiempo, en directo, por televisión. «Esto no se le ocurrió ni al más pintado», concluyó, añadiendo a mi pregunta de si a él le hubiera gustado ir: «¡Tú dirás! El silencio allá arriba... ¡qué rico!».

Papá, no puedo soslayar lo de tu hiperacusia: igual que tu hermano, nuestro tío Paco, y según he descubierto más recientemente, igualito que el buen amigo, el poeta Enrique Badosa, con quien pilotaste una magnífica colección de poesía en la editorial Plaza&Janés (donde los cruasanes) —no dudo de que algo publicarías de Wilde—, y, como no podía ser menos, parte de tu descendencia —entre los que me incluyo en primera fila— odiabas el ruido y el vocerío más que nada en el mundo.

Pues bien, en la historia que nos ocupa, la trama se urde en parte sobre unos ruidos, exasperantes no sólo para los nuevos moradores del castillo: «—Mi distinguido amigo —dijo el señor Otis—, permítame rogarle encarecidamente que engrase estas cadenas. Me he tomado la libertad de traerle un frasco de lubricante marca Tammany Sol Naciente», sino al final también para el propio fantasma: «Al día siguiente, el fantasma se sentía fatigado y débil. Las emociones agotadoras de las últimas cuatro semanas habían producido estragos en su persona. Su sistema nervioso estaba alterado por completo, y el menor ruido le causaba grandes sobresaltos». A partir de ese momento «renunció definitivamente a atemorizar a la imperturbable familia yanqui y volvió a vagar por los tránsitos en zapatillas de fieltro, con una bufanda enrollada en el cuello por miedo a las corrientes de aire (...)», y decide retirarse —como cualquier jubilado británico que se precie— a un hermoso jardín: «Allá lejos, al otro lado del pinar —dijo él con acento soñador— hay un pequeño jardín; la hierba crece alta y tupida; allí se abren las blancas estrellas de la cicuta; allí canta el ruiseñor durante la noche. No cesa de hacerlo durante toda la noche, y la fría luna de cristal mira hacia abajo, y el tejo añoso extiende sus ramas gigantescas sobre los durmientes...», que es el de la muerte.

Cuánta ternura, padre, en tu versión, de la que he querido entresacar algunas líneas. La he comparado a posteriori con otras, alguna de traductor bien conocido, otras, disponibles sin firma en la Red, y pienso que el fantasma, el hijo del oftalmólogo y su traductor podéis reposar bien tranquilos. No habéis envejecido. Envejecer…

(Después de que publicaras todas las novelas de Saramago para Seix Barral, un buen día, justo cuando el premio que le dieron los suecos, el tal se te despidió a la ídem, se entiende que… por mor del dinero, poderoso caballero... Casi nunca comentabas nada de tu trabajo —supimos mucho más tarde de las amenazas escritas que recibiste por editar los Versos satánicos, de Rushdie— pero aquel día llegaste a casa, tarde como siempre —y no ibas gustoso a cócteles ni a presentaciones, sólo a aquellas de las que no te podías escapar— y comentaste, ajustándote el pantalón, porque te fuiste adelgazando y desdibujando hasta que te llevó el viento al infinito —otro título que publicaste, no sé ahora mismo de quién, de Torrente Ballester, acabo de consultarlo— y comentaste: «Bueno, resulta que a Saramago se le han hecho viejos la mujer, el traductor —el excelente Basilio Losada, la precisión es mía— y el editor, que he sido yo...». Eso fue todo. Y es que el galardonado había mudado de mujer, de traductor —ahora y sorpresivamente su nueva mujer— y de editor, tú, de quien Saramago solía decir, en tiempos, que eras el mejor editor del mundo... Ya se vio.)

Pensar...

Me viene a la mente —y acabo— la no por tautológica menos certera definición que diera a este verbo, a esta humana condición, una niña de siete u ocho años, sentada sobre un tronco, junto con otras niñas, en su aldea de Uganda (en un magnífico, ergo suprimido, programa de televisión, titulado «Juego de Niños», ideado, según he sabido, por Lala Gomà, en el que se pide a niños de todo el mundo que definan las cosas más dispares, y se pasan luego las enunciaciones yuxtapuestas, las del Polo Norte y las del Polo Sur, las del campo y las de la ciudad):

Pensar es... estar sentada, sin decir nada, y pensar en el padre, que se ha ido de viaje, y pensar en lo que harás más tarde.

Pienso que más tarde, algún otro día, voy a sentarme, sin decir nada, y releer esta versión de mi padre —que emprendió su último viaje— de esta balada acerca del amor, que es más fuerte que la muerte —y que la vida—, y que nos llega ahora doblada en la voz de Mario Lacruz, reflexiva, sutil y profunda. ¡Bellísima!

 

L’Ametlla del Vallès,

julio de 2006

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