La vida y las aventuras de Jack Engle en el blog de Jimena de la Almena

Su lectura me ha parecido: interesante, a ratos divertida, en ocasiones terrible por la situación de los personajes, inocente, iniciática...No se si he comentado alguna vez por aquí que, y si no lo confieso sin problemas ahora mismo, El club de los poetas muertos es una de mis películas favoritas. Lo se, dado que soy una apasionada de la lectura y de la literatura es normal que esta cinta me gustase, por el contrario, lo que resulta verdaderamente sorprendente es que existan muchos detractores de ésta. Algo que sinceramente, y con todo el respeto del mundo, me parece increíble. Volviendo al tema que nos ocupa, El club de los poetas muertos está dentro de mi selecta lista de películas imprescindibles. Pero si algo diferencia a esta cinta de otras de mis favoritas, las cuales no voy a nombrar porque si no este párrafo sería eterno, es que la descubrí en un momento bastante delicado anímicamente. Durante la etapa estudiantil todos te dicen que tienes que perseguir tus sueños, que no debes desistir en el intento y que con trabajo duro los frutos no tardarán en aparecer. Lo que nadie te dice es que una vez finalices esa maravillosa y dura etapa, en la que los apuntes conviven con las relaciones sociales, es que la que sigue a continuación es más dura, más devastadora psicológicamente, menos estimulante en muchos sentidos y en la que esos sueños confeccionados durante años se rompen haciéndose añicos contra el suelo. Es en ese contexto, durante los años previos a finalizar la carrera, en los que por primera vez sentí ese vértigo ante el abismo que pronto se abriría ante mi, cuando redescubrí El club de los poetas muertos. El pesimismo inundaba las conversaciones que tenía con compañeras/os de carrera y nadie era capaz de ver el lado positivo, es más, alguno incluso me confesó que en más de una ocasión estuvo a punto de dejarse la carrera ante la falta de perspectivas profesionales y laborales que ofrece una carrera como la de Historia. Yo, aunque nunca me he arrepentido de haberla cursado, no pude evitar sentirme invadida por ese oscuro sentimiento de fracaso. Estaba comenzando a perder la fe en la humanidad y en las humanidades, tan maltratadas como ignoradas. Y entonces, El club de los poetas muertos me demostró que no todo estaba perdido, que las letras podían calar hondo en las futuras generaciones y que podían servir para cuestionar y cambiar los comportamientos sociales. Si antes la película había pasado sin pena ni gloria ante mis ojos, en aquellos momentos cobró un nuevo sentido, más revolucionario, más crítico, más inconformista. En pocas palabras vino a evidenciar, mediante el uso de la imagen, los diálogos y unos personajes inolvidables, lo que yo había estado defendiendo desde hacía mucho tiempo: la literatura puede cambiar a las personas, y por extensión, al mundo entero. ¿Por qué os he soltado todo este rollo sobre El club de los poetas muertos? Los que la hayan visto lo saben de sobra, pues la culpa de que hoy siga manteniendo esta opinión la tiene Walt Whitman. El escritor y poeta cuyos versos son pronunciados enérgicamente por el profesor Keating y sus alumnos a lo largo del film, un autor del que hoy tengo el placer de hablar a través de La vida y las aventuras de Jack Engle: la novela que la humanidad estuvo a punto de perderse.

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