Infancia en Sidi Ifni (reseña de Revista de Libros sobre Territorio, de Miguel Sáenz)


La filatelia es una pasión incomprensible, pues no nace del amor a la belleza, sino a lo raro e insólito. Nunca entendí que un pequeño sello marrón con la imagen de Manuel de Falla y un matasellos que conmemoraba la visita del general Franco a las Islas Canarias constituyera una pieza particularmente codiciada, con un precio escandalosamente alto. Por el contrario, los sellos del territorio de Ifni poseen un escaso valor material, pese a su enorme belleza: costas con palmeras, nativos tocando instrumentos exóticos, solemnes camellos recortados contra el cielo, pastores oteando un horizonte infinito, artesanos trabajando en la pequeña casba. Al escribir esta nota, mi imaginación rescata una imagen que probablemente no se corresponda con ningún sello, pero que flota en mi recuerdo como una invitación permanente a la aventura: una hilera de indígenas armados con espingardas cabalgando sobre una nube de polvo. La verdad casi nunca coincide con nuestros mejores sueños, pero nuestra memoria no miente: sólo destaca lo esencial, reinventando o deformando los aspectos de la realidad que arrojan sombras sobre nuestros arrebatos de nostalgia.
El territorio de Ifni fue una provincia española de ultramar entre 1860 y 1969. La infancia y primera juventud del traductor, académico y escritor Miguel Sáenz transcurrieron en ese espacio, que siempre estará asociado –al menos, para quienes crecimos con las proezas de los hermanos Geste en la imaginaria Zinderneff− al romanticismo exasperado de los aventureros europeos que huían de sí mismos, internándose en el bullicio de los zocos o el silencio de los desiertos. Nacido en 1932 en Larache, Sáenz no ha pretendido realizar un ejercicio de exactitud histórica, geográfica o biográfica, sino rescatar las vivencias de ese período de su vida, reproduciendo emociones que aún perduran en su memoria, con independencia de su grado de objetividad. La verdadera fidelidad no consiste en ser escrupuloso con el dato, sino con lo que ha sobrevivido a la criba del tiempo. De niño, Sáenz no apreciaba nada exótico en el Territorio, pese a la escasez de agua, las plagas de langosta y el azote del siroco. Sólo «era un trocito de España como cualquier otro», pero habitado por bereberes, cuyas mujeres vestían de un azul casi negro y los hombres –por lo general, espigados− de blanco o cualquier otro color. Los legendarios Ju 52 sorteaban el Atlántico, tendiendo un puente sobre las Islas Canarias. Los cárabos, pequeñas embarcaciones de vela y remo, acercaban a los viajeros a la costa. Aunque la Real Academia establece un acento esdrújulo para el término, Sáenz señala que todo el mundo hablaba de «cárabos», desafiando a las misteriosas leyes de la ortografía.

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