Tercer capítulo de «Y LA MORTAL BELLEZA DE LA GLORIA», de Javier Ruiz Martín


 III

 

    Felipe II tendría durante toda su vida un triste recuerdo del último año, porque en menos de tres meses había perdido a su querido hijo Carlos y a su amada esposa Isabel con un vástago dentro. «Si ese niño hubiese vivido, ¿cómo habría sido mi vida? ¿Sería yo tan infeliz como lo soy ahora?», se preguntaba a menudo.

    Pero no habían sido estas las únicas desgracias ocurridas en 1568, fecha que marcaba una nueva época en la existencia del monarca y, por extensión, en sus territorios. Ya en octubre, no mucho después de la inesperada muerte de Isabel, Felipe había recibido un despacho urgente que le informaba acerca de los graves incidentes habidos entre varios barcos españoles e ingleses en aguas del Atlántico cercano a las Indias. Con la carta todavía en la mano, la imaginación del rey volaba de un problema a otro. Estaba solo en su gabinete, acodado sobre la mesa de trabajo atestada de documentos aún sin leer que atestiguaban la enorme cantidad de asuntos pendientes que tenía. El rey estaba agotado y hundido, pero una ira creciente, aunque dominada, empezaba a introducirse en sus sentimientos obligándole a retrasar el momento de irse a dormir.

—… ingleses…

Dijo en voz alta, como si los tuviera delante. La sombra desmesurada de su mano con la carta se proyectaba en la pared: la sombra gigante de una mano que podía llegar a cualquier parte.

—… torpes –continuó—. De modo que ese pirata, John Hawkins, ha perdido cuatro barcos ante Veracruz, enfrentándose al virrey de Nueva España. Todavía le quedan otros dos. Aunque también los perdiera, tendría todos los que quisiera porque la reina de Inglaterra, su mejor amiga, se los regala. Isabel y sus piratas. Debería enviarle una carta a la reina recordándole que sus provocaciones bastan para que le declare la guerra. Pero no por ahora. Paciencia, paciencia.

Tras estas palabras, el rey se recostó en la silla y permaneció pensativo. Seis de las doce velas del pesado candelabro de bronce que tenía a su lado estaban a punto de consumirse. Olía a cera quemada. Las llamas se agitaban con el aire que entraba por las rendijas de la ventana cerrada. El rey bostezó. Llamaron a la puerta y le entregaron otra carta urgente. Esta venía de Amberes. Después de leerla despacio, el rey se puso en pie y se acercó a la ventana; intentó abrirla pero no lo consiguió porque la madera estaba hinchada debido a la humedad de la lluvia. Empezó entonces a recorrer el gabinete con paso lento. Las noticias que ahora le enviaban le habían quitado del todo el sueño, porque estaban  relacionadas otra vez con Inglaterra, la odiada Inglaterra, que se había atrevido, según explicaba la carta, a detener buques españoles en el Canal de la Mancha y a confiscar su mercancía. El oro que transportaban esos barcos era del Estado, los ingleses estaban robando a la Corona. «Es intolerable», se dijo el rey. Y la lana que llenaba las bodegas de muchos de los buques, tan vital para el comercio de Castilla, también la estaban confiscando. Pero lo más grave de todo era que la ruta marítima entre Flandes y España se había cortado. La situación era crítica. «¿Cómo he de actuar? —se preguntó el rey—. Mi padre, un buen guerrero, habría dado un paso al frente para lanzar a los Tercios contra esos herejes. Yo no soy como él, ni debo serlo. Paciencia».

    Fueron, sin embargo, los acontecimientos interiores del final del año los que vinieron a ensombrecer del todo el ánimo del rey. Su magnífica memoria le permitía recordar muy bien el escrito de protesta redactado el año anterior por Francisco Núñez Muley, el morisco que sirvió como paje al que fuera confesor y consejero de Isabel la Católica, Hernando de Talavera. Muley se quejaba de lo injustas que estaban siendo las autoridades civiles y religiosas con su pueblo. Felipe II, que se consideraba a sí mismo un rey justo, quiso recibir al antiguo paje para escuchar con detalle, de su propia voz, lo que tenía que denunciar. Muley se presentó en audiencia en la Corte, ataviado con una bella túnica gris listada en dorados, la cabeza cubierta con un pañuelo de seda que parecía estar hecho con alas de mariposas. Felipe vestía de negro, como siempre. Acababa de comulgar, por eso estaba reconcentrado para lograr la difícil conexión entre su estómago, que albergaba la hostia sagrada aún sin digerir, y su espíritu. Miró a Muley y le ofendió su ostentación, pero no dijo nada al respecto. Después le dio permiso para hablar.

—Majestad —comenzó Muley—, cada día que pasa mi pueblo está más maltratado en todo tanto por la justicia seglar y sus oficiales como por la eclesiástica. No es posible obligar a un hombre a que deje de hablar la lengua con  la que nació y creció. Digo esto como ejemplo, pero podría decir otras muchas cosas que…

En este punto, el rey alzó una mano, señal de que el morisco debía callar.

—¿Traes el memorial que contiene la relación de agravios que, según tu criterio, se cometen contra tu pueblo?

—Sí, Majestad, aquí lo tengo —contestó Muley, mostrándolo.

—Entrégamelo.

Así hizo Muley.

—Te puedes ir —dijo el rey…

Se acordaba Felipe II todavía de las facciones arrugadas y oscuras de Muley, y de sus gestos. Recordaba también la relación de agravios contenidos en el memorial, mientras leía ahora la carta que le informaba acerca de la revuelta morisca que acababa de comenzar hacía unos pocos días en Granada, durante la Nochebuena. Esta carta había tardado tres días en llegar a sus manos debido a las intensas nevadas que hacían intransitables los caminos. Sabía el rey que esta revuelta era un asunto grave, pero había que esperar.

    Una semana después, recién comenzado el año 1569, el rey fue informado de que la revuelta morisca de la Nochebuena se había convertido en una verdadera insurrección que se estaba extendiendo por las Alpujarras. Las consecuencias se dejaron sentir pronto en toda España. Una de ellas fue el celo que el Santo Oficio empezó a manifestar para descubrir herejes, judaizantes y falsos conversos.

 

                                           

    Un día del mes de febrero, un inquisidor del Tribunal del Santo Oficio de Toledo, muy atento a una denuncia presentada por unos vecinos de Magán que afirmaban la presencia de judaizantes y la realización de actos de brujería en el pueblo, se puso en camino aprovechando el buen tiempo, pues quería comprobar los casos in situ. Acompañaban al inquisidor un secretario y un alguacil. El viejo y estrecho carro en el que viajaban iba tirado por dos acémilas. Los viajeros hicieron un alto para comer en una posada de Mocejón. El inquisidor le dijo al acemilero que comiera con ellos, porque la Suprema corría con el gasto.

    Cuando subieron de nuevo al carro, les quedaba menos de media legua de viaje. Ya casi se podían distinguir las campanas de la iglesia de Magán. El inquisidor estaba deseando llegar; hacía muchos años que no tenía entre manos un caso de brujería.

CONTINUARÁ...

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