Fahrenheit77 dedica un artículo a Crímenes y crímenes y El padre de Strindberg

Vivimos tiempos de piel fina, en los que cada vez con mayor frecuencia se alzan voces contra expresiones políticas, artísticas o de cualquier otro tipo para decir que las ofenden. Ahora mismo se me vienen a la cabeza dos hechos de —más o menos— signo opuesto: por un lado, el recientísimo caso de Willy Toledo y los sentimientos religiosos; por el otro, aquellos autobuses de la asociación Hazte oír y los sentimientos de los niños transexuales. El problema aquí estriba en que la libertad de expresión no debería coartarse en ningún caso. Jamás. Cada cual es libre de expresar sus opiniones, sean estas del signo que sean, nos gusten más o nos gusten menos. Ya nos encargaremos el resto de juzgar su acierto. Todo el mundo debería tener derecho a demostrar que es imbécil.
Porque se puede ser artista de talento indiscutible y además ser imbécil. Es más, podemos admirar obras sin estar de acuerdo con las ideas que transmiten. No es ninguna locura. Si tuviéramos que limitar nuestra admiración a aquellas obras que se ajustan a nuestros propios prejuicios no solo estaríamos delimitando nuestro abanico de posibilidades, sino que estaríamos demostrando una estrechez de miras ridícula.

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