"Los tambores del tiempo" en Estado Crítico

Wilfred Owen era un joven profesor de inglés en Burdeos con tendencia a la poesía romántica, al retraimiento y a una inconcreta homosexualidad, cuando estalló la Gran Guerra. La vida le parecía un bien demasiado valioso como para arriesgarla en un campo de batalla. Entonces sus familiares le escribieron contándole que todos sus compañeros de generación estaban marchando al ejército y, en octubre de 1915, regresó a Inglaterra y se alistó como voluntario para luchar por el honor de su patria. Los reproches de su madre dejaban caer que, mientras él estaba instalado tranquilamente en Francia, los demás sufrían y morían por su país. Los dirigentes les hacían creer que peleaban por algo honorable, recalcaban su superioridad, señalaban las naciones que había que odiar con denuedo. Y la gente les hizo caso. Los padres repetían: “Muerte antes que deshonor, así es un hombre”. Owen entró en el cuerpo de los Artists’ Rifles, se formó en el Quinto Regimiento de Manchester y, cuando le llegó la hora de marchar al frente, ya había alcanzado el grado de teniente. Hasta ese momento no había publicado ningún libro. Sus versos no denotaban una originalidad especial ni una técnica digna de alabanza. La guerra, sin embargo, lo cambiaría todo. Tanto su concepción del mundo como de la poesía.  
Influido en su primera juventud por la palabra religiosa, Tennyson y Keats, su mirada dio un giro de ciento ochenta grados después de experimentar la crudeza de la vida en las trincheras —que Carles Llorach-Freixes describe con minuciosidad en su introducción—, y de conocer a Siegfried Sassoon tras sufrir en 1917 una neurosis de guerra que le tuvo ingresado en el Hospital Craiglockhart de Edimburgo durante algo más de un año. De ese periodo datan sus Poemas de guerra, de los que en 2011 Acantilado publicó una estupenda selección y que ahora la editorial Funambulista presenta de forma más completa, y que a Owen no sólo le sirvieron como terapia para exorcizar su ‘shell shock’, sino que se convirtieron de por sí en una obra originalísima por reflejar con precisión, y de modo fidedigno, las heridas del cuerpo, la mente y el alma de aquellos jóvenes que fueron conducidos al matadero. El mundo que describe Wilfred Owen es el de la famosa novela de Remarque, el de las memorias de Robert Graves, el de los cuadros de George Grosz y Otto Dix, el de las aventuras del buen soldado Švejk o el inolvidable Septimus de La señora Dalloway, con las cornetas del segundo movimiento de la Sinfonía Pastoral de Vaughan Williams de fondo. 

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