El amor sin boda de Pessoa (Babelia)
Esperó a que se fueran todos de la oficina; esperó a que ella se
pusiera el abrigo y, turbada, se dirigiera a la puerta. Allí, contra el
quicio, Pessoa se abalanzó y la besó ardientemente, como nunca había
besado a una mujer. Como nunca besó a otra mujer. Aquella noche del 24
de enero de 1920 quedó grabada en la memoria de Ofélia, pero no tanto en
la de Fernando. Ella tenía 19, él los 32: “Me quedé loco, me quedé
tonto / Mis besos no vinieron a cuento. / La apreté contra mí, / La
enlacé en mis brazos, / Me embriagué de abrazos, / Me quedé tonto, eso
fue todo”, escribió el poeta.
Pasión, desazón y desasosiego, mucho desasosiego. Luis Morales reproduce en Un amor como éste uno de los grandes culebrones del siglo XX del mundo literario, el de Fernando Pessoa (1888-1935) con Ofélia Queiroz (1990-1991), la única mujer en la vida íntima del atormentado genio portugués.
Vaya por delante que nada nuevo hay en el material que maneja Morales. Su mérito, que no es poco, radica en ordenar el caos del mundo pessoaniano, concretamente en la única relación íntima que mantuvo con una mujer. Epistolarmente, la relación entre Pessoa y Ofélia se extiende entre enero y septiembre de 1920 y nueve años después, entre septiembre y diciembre. Morales se introduce en las 48 cartas de Pessoa (publicadas en 1978) y en las cerca de 300 de Ofélia (recopiladas todas en 2013).
Gracias a esas cartas comprendemos el poema protector de Pessoa (“Solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que son ridículas”). Las suyas lo son. “Bebé, ven para acá”, le escribe a Ofélia, “ven junto al Niñito; ven a los brazos del Niñito; pon tu boquita contra la boca del Niñito”. Y luego, penando porque se fija en otros: “¡¡¡Mala, mala, mala!!! ¡Unos buenos azotes es lo que tú necesitas!”.
Morales, que dice modestamente que no es experto en Pessoa, se enorgullece de conocer —y sobre todo amar— Lisboa. Y así, en Un amor como éste, reconstruye la Lisboa de la pacata sociedad de entreguerras y ordena el descontrol sentimental entre una joven romántica y un señor maduro con una “ola negra” in crescendo sobre su espíritu.
A las pocas semanas de aquel beso, “Ofélia, mi ofelinha, mi bebézinho”, de educación burguesa, estrecha el lazo: “¿No crees mejor que yo le diga un día de estos a mi hermana que ya te declaraste?”. Pessoa responde: “Eso es propio de gente común. Yo no soy común. Y no digas a nadie que nosotros salimos juntos. Es ridículo, nosotros nos amamos”.
Es cierto que al genio le aquejan dolencias físicas y, sobre todo, un runrún incesante en la cabeza. Pasa tres meses sin escribir a Ofélia, que ya no suspira por un compromiso; le bastaría que le lanzara una señal con el sombrero cuando pasa por debajo de su ventana. Harta de plantones, le escribe a finales de noviembre de 1920: “Hace ya cuatro días que no aparece y que ni siquiera se digna escribirme. Siempre el mismo proceder. (…) Se ha hecho su voluntad. Le deseo felicidades”.
En alguna esquina del Libro del desasosiego, Pessoa utiliza a su heterónimo Bernardo Soares para desnudarse: “Solo una vez fui en verdad amado. Algunas simpatías tuve, que, poniendo algo de mi parte, podría haber convertido, o al menos tal vez podría haber convertido, en amor o en afecto”.
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Pasión, desazón y desasosiego, mucho desasosiego. Luis Morales reproduce en Un amor como éste uno de los grandes culebrones del siglo XX del mundo literario, el de Fernando Pessoa (1888-1935) con Ofélia Queiroz (1990-1991), la única mujer en la vida íntima del atormentado genio portugués.
Vaya por delante que nada nuevo hay en el material que maneja Morales. Su mérito, que no es poco, radica en ordenar el caos del mundo pessoaniano, concretamente en la única relación íntima que mantuvo con una mujer. Epistolarmente, la relación entre Pessoa y Ofélia se extiende entre enero y septiembre de 1920 y nueve años después, entre septiembre y diciembre. Morales se introduce en las 48 cartas de Pessoa (publicadas en 1978) y en las cerca de 300 de Ofélia (recopiladas todas en 2013).
Gracias a esas cartas comprendemos el poema protector de Pessoa (“Solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que son ridículas”). Las suyas lo son. “Bebé, ven para acá”, le escribe a Ofélia, “ven junto al Niñito; ven a los brazos del Niñito; pon tu boquita contra la boca del Niñito”. Y luego, penando porque se fija en otros: “¡¡¡Mala, mala, mala!!! ¡Unos buenos azotes es lo que tú necesitas!”.
Morales, que dice modestamente que no es experto en Pessoa, se enorgullece de conocer —y sobre todo amar— Lisboa. Y así, en Un amor como éste, reconstruye la Lisboa de la pacata sociedad de entreguerras y ordena el descontrol sentimental entre una joven romántica y un señor maduro con una “ola negra” in crescendo sobre su espíritu.
A las pocas semanas de aquel beso, “Ofélia, mi ofelinha, mi bebézinho”, de educación burguesa, estrecha el lazo: “¿No crees mejor que yo le diga un día de estos a mi hermana que ya te declaraste?”. Pessoa responde: “Eso es propio de gente común. Yo no soy común. Y no digas a nadie que nosotros salimos juntos. Es ridículo, nosotros nos amamos”.
Es cierto que al genio le aquejan dolencias físicas y, sobre todo, un runrún incesante en la cabeza. Pasa tres meses sin escribir a Ofélia, que ya no suspira por un compromiso; le bastaría que le lanzara una señal con el sombrero cuando pasa por debajo de su ventana. Harta de plantones, le escribe a finales de noviembre de 1920: “Hace ya cuatro días que no aparece y que ni siquiera se digna escribirme. Siempre el mismo proceder. (…) Se ha hecho su voluntad. Le deseo felicidades”.
En alguna esquina del Libro del desasosiego, Pessoa utiliza a su heterónimo Bernardo Soares para desnudarse: “Solo una vez fui en verdad amado. Algunas simpatías tuve, que, poniendo algo de mi parte, podría haber convertido, o al menos tal vez podría haber convertido, en amor o en afecto”.
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