"La dulce", de Dostoievski, en La Cueva del erizo
Dicen que Dostoievski es el mayor conocedor del alma humana.
Desde luego, anda muy cerca de él. Abrumada con esa empatía que sólo
consiguen los clásicos de genios literarios, que por más actual que sea
el término, la capacidad de mostrar los sentimientos con la destreza
ágil y profunda, el regusto intenso y dramático que nos deja alguien que
hace literatura sin apalear dicha palabra, no es más que un don al que a
muy pocos les es concedido. Personalmente, a ellos le debo el reforzar
mi placer por los libros, dejar que los utilice como arma sofisticada de
enriquecimiento interior y de convicción, cada vez más radical, de que
todo no es literatura, cada cual que ponga su límite, pero todo lo que
se vende como tal no es literatura. Para ello está La dulce
hoy conmigo, para hacerme sentir que la buena literatura nos cura y nos
salva, no hace seguir creyendo en mentes brillantes capaz de cambiar
vidas importándonos algo menos que la mediocridad tome paso, incluso las
riendas, donde no lo merece. Dostoievski es hoy mi particular salvavidas.
El
cuerpo de su esposa suicida yace sin vida encima de una mesa mientras
él, observándolo incrédulo intenta reconstruir en un soliloquio
desbaratado lo que ha ocurrido, qué le ha llevado a esa situación.
Intenta poner en orden sus ideas de un modo desperdigado, intenso,
siguiendo el camino de la emoción y el desconcierto del momento. Poco a
poco su relato va tomando forma, dirigiéndose en ocasiones a un público
imaginario, incluso solicitando cierto feedback por parte de
éste. Es a veces un monólogo delirante, otras, una sucesión temporal de
su vida establecida tras un conjunto de convicciones y acciones claras
para llegar a un objetivo madurado. Todo se desvanece con el fatal
desenlace de la esposa, pero él intenta llegar a la conclusión, al
porqué, utilizando este método catártico donde todos somos espectadores
de una especie de obra teatral con un monólogo como trama. Una relación
de pareja silenciosa, de incomunicación como estrategia para un fin que
no se cumple, una respuesta clara dada a sí mismo tras toda la
introspección realizada y que hace que “se le caiga la venda”, que
aparezca la revelación. Con el remordimiento que acompaña a la culpa,
esta novela corta de 1876 tiene muchos ingredientes de otras obras del
admirado autor ruso: personaje que roza lo miserable, atormentado y
alejado de la sociedad. Utiliza la suerte como factor imprevisible y
definitivo de la propia vida. Un sinfín de detalles que se aprecian en
poco más de cien páginas, a paso lento, saboreando con la mayor
tranquilidad que nos permita una lectura maestra como La dulce.
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