“Todas las cartas de amor son ridículas”, hizo decir Pessoa (1888-1935) a su heterónimo Álvaro de Campos en un conocido poema, poco después de que se interrumpiera la correspondencia que mantuvo con quien, a decir de los biógrafos del poeta portugués, fue su único amor, Ophélia Queiroz. Fue ésta una empleadilla de las muchas que trabajaban en las oficinas de La Baixa, el barrio de negocios de la capital portuguesa. El poeta la conoció cuando la muchacha, que a la sazón tenía 19 años, fue a pedir trabajo en la misma empresa en la que el poeta ejercía, en unas condiciones “flexibles” -es decir, sin horas fijas- el nebuloso cargo de empleado de la correspondencia extranjera. Conocemos bien sus rutinas de entonces -en especial, gracias al relato que de ellas hace su heterónimo Bernardo Soares en El libro del desasosiego -, y por eso causa cierto asombro que este dechado de soledad pudiera abrigar -o “fingiese”, diríamos-, aunque no fuera más que por ...