"El hombre-pluma", de Flaubert, en Kilómetro 0
¿Que si soñé algo anoche?, quieres decir. Soñé con la muerte y grité
con los ojos. Me incorporé en la cama, cortando la madrugada con los
dientes y me froté los párpados en busca de respuestas. Había sido una
noche tranquila. “¿Por qué un triciclo?”, me preguntaba en sudores.
Pero había conversado con el hombre-pluma, así que en sueños sentí por él, a causa de él, con relación a él y mucho más con él. Pues me había colado en la intimidad de su correspondencia amorosa. Allí estaba yo, todo un intruso en pijama, a medio camino del cruce de miradas entre un hombre y una mujer que se hablaban con el corazón en la mano. ¿Qué hacía yo allí husmeando en una pasión que no era la mía? Me sentía culpable y a la vez afanoso por saber más y más. El hombre-pluma, que bregó toda su vida con las palabras, tuvo su máxima ambición en borrar de una vez por todas su huella en las historias que contaba; ahora estaba ante mí desnudo. Yo le conocía, de verdad, por primera vez. Yo le conocía a él, al muerto.
Y me quedé dormido entre sus confesiones a Louise Colet, cuando aún las paredes eran de color cobre y él la besaba en los ojos y bajo el cuello. Suyo. Me quedé dormido con el libro en la mano y la trompeta de Chet Baker en el estómago.
Por eso, en el otro mundo, yo conocía todo de él. Pensaba en él como un viejo amigo o, mejor, como un pariente. Sabía de su sufrimiento y de cuánto le costaba escribir. Siempre pensé en el agujero que se le formaría a la altura del ombligo con cada punto y final que trazó en su vida. En parte admiraba su genio de manera ferviente y, por otro lado, me transmitía el pesar del penitente en su torre de marfil. Flagelándose con una fusta de palabras para modelar a “su Bovary”, leía y releía los párrafos consumidos en su pluma, en busca de un resbalón. No sé si consiguió finalmente la perfección que él tenía en mente, pero yo le conozco y le quiero. Le leo. Le persigo a él y a su Frédéric por el Jardín de las Tullerías el día de la Revolución. Le leo y le releo, y no soy capaz de encontrar ningún resbalón.
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Pero había conversado con el hombre-pluma, así que en sueños sentí por él, a causa de él, con relación a él y mucho más con él. Pues me había colado en la intimidad de su correspondencia amorosa. Allí estaba yo, todo un intruso en pijama, a medio camino del cruce de miradas entre un hombre y una mujer que se hablaban con el corazón en la mano. ¿Qué hacía yo allí husmeando en una pasión que no era la mía? Me sentía culpable y a la vez afanoso por saber más y más. El hombre-pluma, que bregó toda su vida con las palabras, tuvo su máxima ambición en borrar de una vez por todas su huella en las historias que contaba; ahora estaba ante mí desnudo. Yo le conocía, de verdad, por primera vez. Yo le conocía a él, al muerto.
Y me quedé dormido entre sus confesiones a Louise Colet, cuando aún las paredes eran de color cobre y él la besaba en los ojos y bajo el cuello. Suyo. Me quedé dormido con el libro en la mano y la trompeta de Chet Baker en el estómago.
Por eso, en el otro mundo, yo conocía todo de él. Pensaba en él como un viejo amigo o, mejor, como un pariente. Sabía de su sufrimiento y de cuánto le costaba escribir. Siempre pensé en el agujero que se le formaría a la altura del ombligo con cada punto y final que trazó en su vida. En parte admiraba su genio de manera ferviente y, por otro lado, me transmitía el pesar del penitente en su torre de marfil. Flagelándose con una fusta de palabras para modelar a “su Bovary”, leía y releía los párrafos consumidos en su pluma, en busca de un resbalón. No sé si consiguió finalmente la perfección que él tenía en mente, pero yo le conozco y le quiero. Le leo. Le persigo a él y a su Frédéric por el Jardín de las Tullerías el día de la Revolución. Le leo y le releo, y no soy capaz de encontrar ningún resbalón.
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