Correspondencia de Chejov y Gorki en el blog de Rubén Castillo

Correspondencia



Cuentan de Jorge Luis Borges una anécdota no sé si inventada, deformada, malévola o fidedigna que me gustaría recordar hoy. Al parecer, paseaba nuestro escritor tranquilamente, ya con fama mundial, por la ciudad de Buenos Aires. Un joven se le acercó y, con ojos admirativos y voz balbuciente, le anunció: «Maestro, yo escribo». A lo que Borges, esbozando una sonrisa, respondió: «Qué casualidad, yo también». Y me sirve esta anécdota, auténtica o apócrifa (de Borges se han contado tantos chascarrillos como de Camilo José Cela o de Quevedo), para reflexionar sobre la relación maestro-discípulo en el mundo de la literatura. ¿Cuántos escritores, a lo largo de la Historia, se habrán animado a dirigirse por escrito o de forma oral a otros, a quienes consideraban sus maestros, para rendirles tributo de fidelidad, solicitar que les lean o pedirles consejo de algún tipo?
La editorial Funambulista nos presenta hoy, traducida por Rubén Pujante Corbalán, la Correspondencia que mantuvieron dos de los escritores rusos más conocidos en Occidente: Anton Chejov y Maxim Gorki. En el momento en que se inicia el intercambio de cartas, notas y telegramas entre ellos (con un fervoroso envío de palabras que Gorki le hace llegar al maestro Chejov en octubre de 1898, declarándole su admiración infinita), el desequilibrio entre ambos es notable: Anton Chejov ya tenía escritas media docena de obras teatrales, un par de novelas y bastantes cuentos; Maxim Gorki, por el contrario, apenas estaba comenzando a dar sus primeras hojas notables en el mundo de la literatura. Ese desequilibrio (usaré ese nombre, a falta de otro mejor) se observa en la forma en que Gorki se dirige a Chejov: siempre reverencioso, siempre admirativo, siempre acrítico («Le estrecho la mano con fuerza, su mano de genio», p.25). En cambio, el tono que emplea Anton Chejov para dirigirse a Maxim Gorki, siendo respetuoso y lleno de afecto, no condesciende a la tolerancia: le indica las exageraciones en las que incurre en sus cuentos («En sus cuentos notamos los excesos», p.27), le afea su falta de cohesión textual («Uno tiene la impresión de que no es la obra de un autor, sino de siete: señal de que es usted todavía joven y de que su talento no está aún suficientemente decantado», p.97); e incluso, cuando Gorki le suplica que le permita dedicarle una obra que está a punto de publicar, Chejov se permite incluso decirle cómo tiene que hacerlo («Redacte en la medida de lo posible la dedicatoria sin literatura inútil: quiero decir que escriba solamente: A... y eso es todo», p.81).
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