Segundo capítulo de «Y LA MORTAL BELLEZA DE LA GLORIA», de Javier Ruiz Martín


 

 II


    Felipe II nadaba en el río de la Historia. En una orilla se hallaba la dicha, y, en la otra, la desdicha. Nunca el rey se dejaba llevar por la impetuosa corriente de los acontecimientos, y cuando presentía que podía ser arrastrado hacia cualquiera de esas dos orillas sin que su voluntad personal hubiera tomado parte en ello, se rebelaba contra el destino que parecía escapar de sus manos.

    Pero, a veces, pasaban corrientes insospechadas que parecían burlar al rey, incluso a Dios. Tal vez eran enviadas por el diablo, y había que seguirlas para combatir el mal que había en ellas.

    Durante aquel año de 1568 se estaban formando varias de esas corrientes, por eso el carácter del rey se oscurecía. La orilla de la desdicha estaba solo a un palmo de distancia, Felipe ya la tocaba con los dedos.

    La muerte del príncipe Carlos, fruto engendrado con María Manuela de Portugal, su primera esposa, fallecida en 1545, a los pocos días de dar a luz, le había sumido a Felipe en una honda melancolía de la que no era capaz de salir, porque lo cierto era que amó a este hijo a pesar de sus locuras, sus excentricidades y sus traiciones.

    Pero el golpe más terrible para el rey fue la muerte, tres meses después de la de Carlos, de su tercera esposa, Isabel de Valois, también llamada Isabel de la Paz, que le había dado dos preciosas hijas, a quienes las gentes cantaban graciosas coplas en toda España.       

    Cuando la noticia de la muerte de la reina Isabel de la Paz llegó a Magán, don Lucas se reunió en la casa del concejo con Francisco Crespo y Alonso Díaz, los dos alcaldes ordinarios, con el fin de tomar las primeras disposiciones religiosas y civiles para el duelo oficial. Los tres estaban consternados; la tragedia había sido muy dura, porque la reina murió estando embarazada, y el feto no sobrevivió.

—Es menester sumarse al dolor del rey, y esto requerirá tiempo, porque debemos rezar por la salvación de dos almas —dijo el cura—. Yo quiero oficiar misas separadas, una por la madre, y otra por el hijo, y dedicar una jornada de penitencia para cada uno.

Con esta clara y concisa explicación de don Lucas, los alcaldes comprendieron que lo propio era establecer dos días de duelo. Así se hizo. Un chico fue con el encargo de llamar a Diego Núñez, el escribano. Este se presentó en la casa del concejo, redactó las disposiciones tomadas por los alcaldes y don Lucas, y clavó el documento en la puerta de la iglesia para que todos los vecinos pudieran verlo. Como casi nadie en el pueblo sabía leer, mediante el pregón se informó en la plaza acerca de la duración del duelo y de los actos previstos.

    Los dos días de duelo fueron muy tristes en Magán, y, a pesar de la sequía, coincidieron con unas fuertes tormentas otoñales nunca vistas. El cielo se sumaba al llanto por la muerte de Isabel de la Paz y su criatura. Los actos espontáneos de penitencia se multiplicaron. No solo en Magán, sino también en muchos pueblos de la Sagra toledana, se formaron grupos de flagelantes que recorrían los caminos embarrados. El río Tajo se desbordó con las lluvias, y algunos de los flagelantes que quisieron cruzarlo andando sobre las aguas, tal como hiciera Cristo, perecieron en el intento. A don Lucas le horrorizaron estos hechos, pero no por las muertes. «Una cosa es imitar a Cristo en cuanto a sus virtudes, y otra bien distinta es pretender ser como Él obrando milagros. Esto es querer quitarle el puesto al Señor, usurparle el poder. Ya quiso hacerlo el ángel caído, y fracasó —dijo en su homilía de la misa por el feto, durante el segundo día de duelo—. Debéis saber que aquel de vosotros que insista en hacer lo que no consiguieron esos que se han ahogado en el río, no es un hijo de Dios, sino del diablo». Entre los ahogados había un vecino de Magán, hombre sospechoso de haber sido un alumbrado, que había tenido problemas con el Santo Oficio; tal vez por esta razón el cura no hizo hincapié en lo trágico de su muerte, a pesar de que este vecino había dejado a su mujer viuda con cuatro hijos pequeños.

    No obstante lo sucedido en el río, seguían formándose nuevos grupos de penitentes que salían a los caminos desafiando a las tormentas y al viento. Parecía que su único afán era vagar en el barro, bajo la lluvia. Unos se flagelaban la espalda, y el agua limpiaba la sangre y aliviaba el dolor; otros se limitaban a andar durante leguas y leguas, sin destino. Cuando llegaban a una aldea, hacían pública manifestación de su sufrimiento por la muerte de Isabel de Valois y su feto, y sugerían a los aldeanos que se unieran a ellos. Entre estos penitentes había personas de todas las edades. Muchos, viéndose manchados de barro de la cabeza a los pies, imaginaban ser los cadáveres resucitados de los elegidos durante el día del Juicio Final, y entonces entonaban cánticos, y veían en el horizonte gris arrasado por la lluvia a la Bestia Cornuda, y oían las trompetas, porque había llegado el fin de los tiempos.

    Leonor había meditado cuál habría de ser su modo de obrar en tanto durase el duelo. Concluyó que lo más inteligente era limitarse a acudir a misa y luego encerrarse en casa. Esto último nadie lo hacía, porque, salvo unos pocos enfermos y don Lucas, todos los vecinos de Magán habían salido a los caminos. Esta decisión de Leonor se fundamentaba en el temor de que Francisco volviera a lastimarse, por eso le prohibió unirse a un grupo de chicos en el que también estaba Anacleto, el Endemoniado, que pretendía llegar a Toledo, donde, según se decía, habían entrado miles de penitentes procedentes de los pueblos de la Sagra para participar en la multitudinaria misa que se iba a celebrar en la Plaza de Zocodover. El deseo más ferviente de Leonor era que el duelo oficial terminara lo antes posible. También quería que llegase el invierno, porque para entonces ya estaría su marido de regreso. Sin él se sentía desprotegida, y, además, le echaba de menos.

 

                                                  

    Don Lucas estaba ahíto. Su ama le había preparado una comida fuerte para reponer las fuerzas gastadas durante las intensas jornadas de duelo por Isabel de la Paz y su feto. Las dos misas le habían dejado agotado, porque durante su celebración sintió el peso de Dios sobre sí; había sido como llevarle subido a la espalda. También exhortar a hacer penitencia a los vecinos remisos, que se hacían los enfermos, le había cansado. Don Lucas estaba molesto. Recordaba quiénes eran esas personas, con sus caras, nombres y apellidos. Sabía que Leonor y su hijo se habían quedado en casa mientras los demás se arrastraban por el barro.

    Ahora el cura notaba pesadez en el estómago; acaso había comido demasiado. Empujó una silla hasta la ventana, sacó un libro de su biblioteca y luego se sentó. Quería aprovechar la exigua luz del atardecer. Leyó el título del libro: Abecedario espiritual, del fraile franciscano Francisco de Osuna. ¿Estaba prohibido? No lo sabía a ciencia cierta, tendría que informarse. La Inquisición había incluido hasta la fecha tantos libros en su Índice, que don Lucas ya se perdía con los títulos. De cualquier manera, necesitaba saciar su curiosidad, conocer los motivos que habían llevado a la Suprema a quitar de en medio muchos escritos. Para hacer estas averiguaciones, tenía que leerlos. Don Lucas era un párroco curioso y razonable. Por supuesto, él nunca pondría en las manos de nadie un libro así, como este que estaba escudriñando a la luz caediza que entraba por la ventana. Como sacerdote, don Lucas sabía que Dios le había otorgado un especial poder para juzgarlo todo, incluidos los libros que no se debían leer. Pastoreaba rebaños de fieles por el buen camino, y su obligación era conducirlos hasta los delicados pastos, donde habrían de alimentar sus espíritus con la recta doctrina. Por este motivo había exigido hacía tiempo la entrega del Abecedario espiritual a Casildo Díaz, una de las cuatro o cinco personas de Magán que sabían leer. Este Casildo fue quien se ahogó en el río durante el primer día de duelo. A veces habían hablado el párroco y él de las cosas de Dios; don Lucas con un tono pastoral y paternal, y Casildo de un modo natural y convincente, cual si hubiera recibido el mensaje de Cristo a través de una unión íntima con Él. Un día, el ingenuo de Casildo le contó al párroco que había leído el Abecedario de Francisco de Osuna, adquirido en Escalona. Don Lucas se llevó las manos a la cabeza y le dijo que si algún día se presentaba el Santo Oficio en Magán, él, siendo sacerdote, debía denunciarle. «La única manera de eludir la denuncia —le había dicho a Casildo— es entregándome el libro». Por eso ahora don Lucas tenía el Abecedario espiritual consigo, y sentía que le quemaba en las manos… y la conciencia, porque Casildo había sido un buen hombre; un alumbrado tal vez, pero un buen cristiano.

CONTINUARÁ...


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