Miguel Sáenz, memorias río arriba, árbol adentro (El Cultural)

Traductor de Bertolt Brecht, de Günter Grass, de Faulkner y Kafka, Miguel Sáenz ha publicado un libro de memorias que he leído con creciente interés. La verdad es que el ejercicio de sinceridad sin aspavientos que hace el autor mantiene la atención y además emociona. Hijo de militar, las palabras honor, dignidad, honradez, lealtad, tuvieron para él desde niño una significación de singular calado. Educado por los marianistas en el África española de la posguerra civil, Sáenz se esfuerza por contener la admiración que le suscita la figura de su padre. El niño vivía la novela vital del cabeza de familia, mutilado de guerra, con asombro. Se refiere a Sidi Ifni, que yo visité por cierto en el último vuelo de la avioneta del ABC verdadero, cuando el terremoto, y luego escribí un editorial por el que me dieron el Premio Luca de Tena 1960. Pero Sáenz, que titula su libro Territorio, se detiene más en Tánger, tal vez porque a sus oídos infantiles llegaban las consignas, “por el imperio hacia Dios”, de los falangistas ilusos de la época: “Tánger nuestro es, Gibraltar vendrá después”. “Tánger, de hecho, -escribe- marcó a toda nuestra familia”.

Como tantos otros militares, y en contra de lo que se cree, (el propio Miguel Sáenz es jurídico del Aire), su padre era un hombre muy culto que devoraba los libros y, en los almuerzos familiares, el niño Miguel escuchaba debatir sobre La montaña mágica, de Thomas Mann, o Por siempre ámbar, de Kathleen Winsor. Tuvo, sin embargo, el autor de Territorio la suerte de leer los tebeos y los libros propios de la infancia y la adolescencia. Aparte la revista Chicos, y tal vez El guerrero del antifaz, las aventuras de Guillermo, el niño rebelde de Richmal Crompton, las novelas de Emilio Salgari y de José Mallorquí eran sus lecturas preferidas. Después fue llegando, poco a poco y a su debido tiempo, la gran literatura, las Novelas ejemplares de Cervantes y hasta las Odas de Horacio, que el autor, haciendo alusión a Leuconia, asegura que todavía las recita de memoria. José Mallorquí, por cierto, autor de Tres hombres buenos y del centenar de novelas de El Coyote, se suicidó con el viejo revólver que utilizaba su personaje, un colt calibre 45, acción simple, modelo Paterson.


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